Envuelto en su rutina diaria,
Roberto no dejaba de recordar a aquella chica.
¿Por qué iría al lago?
¿realmente le gustaba pescar? ¿había sido una coincidencia?
Debía serlo porque después de
lo desagradable que se había puesto con ella por lo del coche, nadie en su sano
juicio iría detrás de el. Era una solemne tontería pensarlo siquiera.
De todas formas no podía olvidar sus extraños ojos
de mirada cautivadora, sus labios rojos, las curvas de su cuerpo...
Varios días después volvió al lago a pescar. No
podía resistir la tentación de probar suerte. ¿Se había vuelto loco? - pensó
para sí, - estaba deseando volver a ver a una pija rica que ni siquiera sabía
conducir bien, ni pescar y que encima había ridiculizado a su Toyota.
Pocos minutos después, cuando comenzó a oír pisadas
en el camino, se le hizo un nudo en la garganta.
¿Sería ella tal vez?
Estaba deseando volver la cabeza para averiguarlo,
pero si hacía eso, su honor quedaría por los suelos.
Los suaves pasos siguieron avanzando. Roberto
estaba casi seguro de que era ella de nuevo, pero cuando sintió que
"algo" comenzaba a despertarse entre sus piernas con solo pensar en
ella, se aterrorizó.
Armándose de valor volvió un
poco la cabeza y efectivamente, era la pelirroja. ¿Cual sería su nombre?
- Hola, - le dijo al pasar.
- Hola, - respondió el.
Esta vez se puso a pescar en otra parte del lago,
pero igualmente podía verla, ese era el caso.
Ahora que ella estaba casi de espaldas y no lo
veía, Roberto se recreó mirándola; menudas piernas tenía, y ese culito tan bien
delineado por aquellos pantaloncitos cortos... ponía cardíaco a cualquiera.
El curso de sus tórridos pensamientos fue
interrumpido cuando la vio pescar un pez de buen tamaño. Vaya, menos mal que se
estrenaba, - pensó.
Pero para su sorpresa, tras guardar el pez, la
chica se dirigió hacia donde estaba el.
- Hola, - lo saludó ella.
Roberto tuvo oportunidad de
contemplar la generosa parte delantera de la chica tanto como la trasera; su
corazón latía a mil.
- Ho...hola- titubeó
nervioso.
- Es que he visto que tienes
mucha práctica en esto de pescar y me gustaría consultarte acerca de los cebos,
- le dijo ella.
- Ah, si, es que pescar me
encanta y hace bastante tiempo que lo hago. Me gusta, me relaja.
- A mi también. Y dime, ¿que
cebos usas? - quiso saber ella.
- Para empezar dime que le
pones tu.
- ¿Yo? - ella se encogió un
poco de hombros ante una respuesta que para ella era mas que obvia, - pues
lombrices, gusanos, lo que me dieron en la tienda.
- Error, con eso no consigues
nada, - afirmó el convencido.
- Pero si el hombre de la
tienda me dijo que...
- Yo les pongo rábanos, a los
peces les gusta mucho, sobre todo ahora en primavera, pero también les encanta
el queso de cabrales, y con el de tetilla flipan, si lo sabré yo... Pero por
encima de todo, lo que mas les gusta es la mortadela chóped. Con eso consigues
hasta el pez letal.
Tras un momentáneo titubeo, ambos estallaron en
risas incontenibles.
- Rábanos, queso de cabrales, de tetilla, chóped...
¿Te estás quedando conmigo? - preguntó ella aún riendo.
El la contempló sonriente, la
acarició con la mirada. Luego suspiró.
- Ojala me quedara contigo
para siempre, - murmuró con un metal de voz diferente.
Entonces ambos, como si fuera de común acuerdo, se
abrazaron estrechamente; Roberto sentía una mano de ella acariciando su
espalda, otra su nuca, enredada en su cabello, y el entonces la abrazó aún mas
fuerte y acarició posesivamente la espalda femenina.
Se separaron un momento; ella se llevó la mano al
pecho tratando de acallar los fuertes latidos, el suspiraba, ardía en un deseo
incontenible.
Así que, sin poderlo evitar se abrazaron de nuevo y
con un gemido ronco y ansioso, unieron sus labios suavemente al principio,
deleitándose en acariciárselos mutuamente.
Después intensificaron el beso, comenzaron a
entreabrir sus bocas, a sentir la punta
de la lengua de cada uno dispuesta a asaltar la boca del otro.
Pero entonces se separaron unos momentos. Aún
estaban abrazados, se miraban cautivados, como presos de un hechizo extraño y
loco.
Sus ojos hablaron poco tiempo
porque la impaciencia y el deseo eran demasiado grandes para poder contenerlos
y los consumía. Volvieron a besarse pero esta vez sin contención ninguna; sus
bocas abiertas se fundieron en una y sus lenguas ardientes y juguetonas
invadieron la aterciopelada boca del otro, libando, deseando fundirse,
poseerse...
Durante varios minutos solo
supieron besarse, acariciarse, no podían parar.
Pero de pronto comenzaron a
caer unos fuertes goterones de lluvia. Se separaron y Roberto miró hacia el
cielo encapotado.
- Está lloviendo... -
murmuró.
- Si, - ella extendió una mano en la cual cayeron
rápidamente los goterones, - es verdad.
- Lo siento, tengo que irme,
- dijo la pelirroja de pronto.
Y entonces echó a correr
hacia el camino de salida.
Roberto se quedó allí parado
viéndola de ir mientras la lluvia lo empapaba.
- Ni siquiera se su nombre...
- murmuró.
Continuará
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